El otro periodismo
Es claro que la presencia de herramientas tecnológicas y nuevos dispositivos al alcance de todos, han propiciado un cambio acelerado en la llamada ecología de los medios y que los periodistas, a su lado, hemos tenido que evolucionar al mismo ritmo.
Sin embargo, muchos patrones del periodismo tradicional siguen vivos y me atrevería a asegurar, que, otros más, incluso, tienen ahora más importancia que antes.
En la era de las ‘fake’ y no ‘fake News’ - porque una noticia en su naturaleza no puede ser falsa o perdería su cualidad de reflejar la realidad- acechados por la acción de la inteligencia artificial, los periodistas sí que somos importantes como catalizadores de la información.
En una avalancha constante de datos a través de la web y las redes, no todo lo que se pone a circular tiene credibilidad y ahí es donde el protagonismo del periodista aparece como mediador, guía y orientador responsable de la opinión pública.
El rigor como máxima del periodismo no puede ser reemplazado por los trinos en las cuentas de X, los post de Facebook, ni las historias en redes sociales viralizadas por cualquier usuario, sin embargo, sí se convierten en una herramienta clave, insumo, punto de partida y extremo oculto de la madeja enmarañada, de la que al halar podrán resultar aspectos reveladores y con contundencia para ser contados.
En esos mismos documentos encontré una referencia adicional, no menos interesante, recordatorio de las formas en las que ejercemos el periodismo y que trascienden la escena del registro informativo.
Aunque la reportería será siempre el recurso más importante del periodista, sea cual sea el camino que tome para contar historias, existen géneros como este, el de la opinión, que aportan sustancialmente a la discusión de asuntos de interés colectivo, atraen la mirada y los reflectores del periodismo de registro y aunque subvalorado, demanda igual o mayor esfuerzo investigativo, manejo de fuentes, olfato, cuidado, análisis e interpretación.
Pocos se arriesgan hoy a poner el dedo en la llaga, y no entraré a cuestionar las razones, porque todas son respetables, pocos se atreven a ser incómodos frente a los actores de poder, muchos temen hacer enemistades o encontrar el veto económico y el castigo.
Pero al final, alguien tiene que asumir esas tareas desagradables.
Después de completar 19 años de actividad, y poco más de cinco, en el ejercicio de la opinión, donde llegué por circunstancias de la vida, puedo asegurar que, como nunca antes, ha sido en esta línea del quehacer periodístico donde he encontrado mayor nivel de resistencia.
Resistencia que va desde quienes tienen claro el poder para qué, levantando dosiers y apelando a las relaciones públicas para intentar imponer la mordaza y el peso del silencio, hasta quienes, explorando el camino del ofrecimiento, de la dádiva, pretenden pagar para que aquellas cosas que no están bien se escondan bajo el tapete.
Y en esas luchas no contadas, por las que tampoco se espera compasión, aplausos o coronas de laureles, incluso ha emergido el fantasma de la censura mediática. Quizá de todas las amenazas la más desesperanzadora: cuando un medio se niega a publicar, privilegiando intereses particulares, queda herida la verdad misma.
Sin embargo, siempre habrá puertas abiertas para contar lo que debe ser contado y esas puertas las he encontrado en medios amigos y directores como Ecos del Combeima y Juan Pablo Sánchez que, incluso, han sido el soporte moral necesario para no claudicar, cuando las presiones han subido de nivel y cuando el hartazgo conduce a la sin salida de si en realidad vale la pena.
Pero luego, cuando se descubre que 500 palabras o tal vez un poco más son motor para pequeñas revoluciones, movilizar funcionarios y alentar la discusión ciudadana, frente a lo que nos debe importar, entonces aparece la satisfacción del deber cumplido, que resulta ser la mejor moneda de pago para una tarea en la que el principal impulso es la pasión.
Por eso, ahora que celebramos el día del periodista en Colombia, resulta prudente reflexionar en que no somos diferentes a cualquier ciudadano, que no tenemos inmunidad alguna o privilegios conferidos por ejercer este oficio, pero en cambio sí nos asiste una inmensa responsabilidad social, ineludible, entendiendo que lo que hacemos todos los días o con regularidad se convierte en un servicio público esencial, sostén de la democracia y las sociedades modernas.