La cocaína, una guerra infinita que no se ha podido ganar
América Latina vive una guerra silenciosa que no ha dejado de crecer, la guerra del narcotráfico. En el año 2023, Colombia, Perú y Bolivia produjeron más de 2.600 toneladas de cocaína, solo Colombia alcanzó 253.000 hectáreas de hoja de coca. Para 2024, el propio Gobierno confirmó 262.000 hectáreas de coca en Colombia (+3,6 % frente a 2023), la cifra más alta de su historia. Detrás de esos números no hay solo cultivos, hay economías rurales sin opciones, regiones abandonadas y un Estado que no logra imponerse sobre este problema, tan así es la cosa, que vincularon al presidente Petro y algunos de sus cercanos en la Lista Clinton.
El negocio de las drogas no se detiene porque la demanda va en aumento, según datos de (UNODC), se estima que aproximadamente 25 millones de personas usaron cocaína en 2023 en el mundo. En Europa, más de 2,7 millones de jóvenes reconocen haber consumido cocaína en el último año. En Estados Unidos el panorama es más dramático, las drogas matan a más de 70.000 personas cada año, más de la mitad de esas muertes están relacionadas con estimulantes como la cocaína. La realidad es que el consumo sigue creciendo y los carteles siempre van un paso adelante, se adaptan con rapidez y creatividad criminal.
El mundo enfrenta hoy una pregunta incómoda: ¿el problema está en la oferta o en la demanda? La respuesta es clara, en ambas. Mientras haya millones de personas buscando drogas, alguien las producirá. Pero el origen del desastre se encuentra donde la pobreza, la desigualdad y la falta de Estado abren la puerta al dinero fácil del narcotráfico. En regiones del Pacífico colombiano o del Catatumbo, donde el gobierno no llega, la coca paga la comida, los servicios y la supervivencia. Allí el Estado no manda; manda una nueva forma de mafia mucho más peligrosa que la de Pablo Escobar, un enjambre de grupos narcoterroristas sin alma, razón ni ley. Ya no pelean por ideología, sino por rutas y rentas; y en esa guerra, la población civil paga el precio más alto.
El narcoterrorismo colombiano ha mutado, ya no se trata solo de guerrillas o paramilitares, sino de alianzas cambiantes entre disidencias de las FARC, el ELN y bandas o clanes que controlan rutas, imponen impuestos y siembran miedo. La cocaína sigue siendo su principal motor económico. Erradicar cultivos sin dar alternativas reales solo agrava la violencia, cada hectárea arrancada es una familia desplazada, y cada familia sin futuro es un nuevo recluta para la guerra.
Las políticas antidrogas de los Estados Unidos y Europa también tienen su parte de culpa, Washington lleva más de 50 años librando la “guerra contra las drogas”, gastando más de un billón de dólares en helicópteros, fumigaciones y bases militares en América Latina. El resultado es un fracaso rotundo, nunca hubo tanta cocaína ni tantas muertes por sobredosis. Aunque en este 2025 el gobierno estadounidense refuerza la presencia militar en el Caribe, miles de consumidores en su propio territorio ruegan por una dosis de polvo blanco. La incoherencia es brutal, se combate la oferta en el sur, mientras la demanda en el norte sigue intacta.
Europa, por su lado, se precia de tener políticas más humanas basadas en rehabilitación, prevención y consumo controlado. Pero su mercado de cocaína crece cada año, con niveles récord de pureza y distribución. Las mafias usan los puertos europeos como si fueran suyos, moviendo toneladas de droga en contenedores que cruzan por el Atlántico y África (como nueva ruta) desde Sudamérica.
Colombia está en el centro de este huracán. No hay otro país donde confluyan con tanta fuerza la pobreza rural, los grupos armados, la economía ilegal y el narcopoder. La coca no es solo una planta, es el síntoma de una nación partida entre dos mundos, el legal y el criminal. La sustitución voluntaria de cultivos fracasó por falta de recursos, la erradicación forzada genera más conflictos y la presencia del Estado sigue siendo intermitente. Cada vez que se destruye un laboratorio, otro aparece a pocos kilómetros. Cada vez que se captura un capo, surgen dos, y con más poder.
Lo más preocupante es que el negocio del narcotráfico no solo no se detiene, sino que evoluciona. Los carteles ya no son ejércitos visibles, ahora son redes financieras, tecnológicas y logísticas que operan como corporaciones. Usan criptomonedas, manipulan exportaciones legales, lavan dinero en el comercio internacional y corrompen desde abajo hacia arriba. Es una economía paralela subterránea que financia armas, destruye ecosistemas y desangra a las instituciones.
La guerra contra las drogas necesita una nueva estrategia a partir de una nueva gobernanza multinacional efectiva y sostenida en los territorios, con proyectos productivos y alternativas de vida que compitan con la coca: educación, vías, crédito y mercados. El mundo debe entender que el narcotráfico no se combate solo desde los Andes o desde el Caribe, sino también desde las calles de Nueva York, Bruselas o Shanghái, donde se consume y se paga ese veneno. Mientras los países ricos no asuman su responsabilidad en el consumo, esta guerra seguirá cobrándonos la paz, la tranquilidad y el futuro de todos.