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Colombia atrapada: Un modelo de Estado obsoleto y una democracia que no transforma

Colombia quedó atrapada en un modelo republicano unitario propio del siglo XVIII que la Constitución de 1991 no logró superar.
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Ecos del Combeima
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14 Sep 2025 - 11:42 COT por Alejandro Rozo

Colombia se precia de ser una de las democracias más estables de América Latina. Cada cuatro años elegimos presidente, renovamos el Congreso, participamos en consultas y refrendamos derechos en las urnas. Pero esa estabilidad formal contrasta con una realidad marcada por pobreza, violencia, corrupción y estancamiento.

La paradoja se hace más evidente cuando miramos al mundo y observamos cómo países con sistemas no democráticos como China, los Emiratos Árabes Unidos, Qatar, Singapur, Vietnam o Turquía muestran avances acelerados en infraestructura, tecnología, industrialización y bienestar social. La pregunta es inevitable, ¿estamos condenados al atraso por una democracia mal diseñada mientras otros países crecen y se transforman?

En teoría, la democracia debería ser la mejor vía para garantizar prosperidad y libertad. Sin embargo, en Colombia se ha convertido en un sistema atrapado en la fragmentación política, la ausencia de consensos y la lógica de la inmediatez electoral. Mientras en China el Partido Comunista define planes a 30 años y los ejecuta con disciplina férrea, aquí cada gobierno llega con un plan distinto, desmonta lo hecho por su antecesor y siembra incertidumbre entre ciudadanos y empresarios. Emiratos Árabes, con menos democracia formal, ha convertido la renta petrolera en aeropuertos, turismo, finanzas y energías renovables gracias a decisiones estratégicas sostenidas en el tiempo.

El problema de Colombia no es la democracia en sí, sino cómo está diseñada y operada. Un Congreso atomizado en decenas de partidos se convierte en rehén de intereses particulares y no de un proyecto nacional. La burocracia se reparte como botín entre aliados políticos, y la corrupción se consolida como la moneda de cambio para aprobar reformas o proyectos.

Lo que debería ser gobernabilidad se convierte en una gobernanza débil, dispersa y cada vez más desconectada de la ciudadanía. Las instituciones funcionan, pero no para servir al interés general, sino para perpetuar clientelas.

A este panorama se suma el lastre del centralismo. Colombia quedó atrapada en un modelo republicano unitario propio del siglo XVIII que la Constitución de 1991 no logró superar. El Estado central concentra la mayor parte de los recursos, define las prioridades y administra los presupuestos, mientras las regiones dependen de la “mendicidad política” en Bogotá.

El resultado es un país desigual, donde las decisiones nacionales desconocen las realidades territoriales. Romper este círculo vicioso es condición mínima para evitar otros cien años de soledad, pobreza y desigualdad. Se requiere una reforma constitucional profunda que empodere a las regiones, dándoles la capacidad de recaudar, administrar y priorizar sus inversiones.
Los planes de desarrollo reflejan con claridad el fracaso institucional.

Desde hace tres décadas se erigen como el eje de la planeación, pero los resultados hablan por sí mismos, la pobreza persiste, la desigualdad no cede y la competitividad sigue rezagada. ¿Cuál ha sido su verdadero aporte en mejorar la calidad de vida? Muy poco. La desconexión es tal que los planes municipales y departamentales ni siquiera guardan relación cronológica ni estructural con los planes nacionales.

Este modelo de planeación, lejos de modernizar al país, se ha convertido en un ritual burocrático que no cumple el propósito de generar equidad ni los impactos esperados en los objetivos de desarrollo sostenible.

El mundo avanza con velocidad y exige Estados modernos, capaces de adaptarse, innovar y reinventarse. Colombia, en cambio, sigue operando con una estructura paquidérmica, costosa e ineficiente. El Estado consume enormes recursos en burocracia, privilegios a congresistas y funcionarios, y esquemas de planeación que ya no responden a las necesidades ciudadanas.

No sorprende que las instituciones estén desprestigiadas y que la mayoría de los ciudadanos perciban que solo unos pocos acceden a beneficios, mientras el resto queda rezagado.

No se trata de idealizar a los regímenes autoritarios, donde el progreso económico tiene como costo la ausencia de libertades. Se trata de reconocer que Colombia necesita un rediseño institucional que permita pensar a largo plazo, con visión de Estado y no de gobierno.

Como decía Einstein, “si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo”. Persistir en este modelo centralista y fragmentado es insistir en el fracaso. El país no necesita únicamente un presidente de turno, necesita un verdadero gerente capaz de reorganizar esta empresa llamada Estado, modernizarla y hacerla productiva.

Colombia no está condenada al atraso por naturaleza, pero sí lo estará si insiste en mantener una democracia mal diseñada, centralista, clientelista y desconectada de la modernidad. El dilema no es entre democracia y autoritarismo, sino entre una democracia que transforme de verdad al país o una que siga siendo fachada vacía de libertades políticas sin bienestar económico.

La historia no nos absolverá por quedarnos en lo mismo. Ha llegado la hora de un punto de ruptura, un rediseño profundo del Estado para que la democracia deje de ser un lastre y se convierta, al fin, en motor de desarrollo y equidad.

Tags: opinion