La corrupción gira a la izquierda

En Colombia, la corrupción no es una falla del sistema. Es el sistema en sí mismo. El reciente escándalo que sacude a la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD) —con contratos inflados, presuntos sobornos y manejos oscuros de recursos destinados a emergencias— es solo el más reciente capítulo de una historia repetida hasta el cansancio. Y sin embargo, cada nuevo caso parece encontrar un Estado más acostumbrado, una institucionalidad más resignada y una ciudadanía más indiferente.
Lo que debería provocar indignación nacional apenas alcanza para unos días de titulares y debates en redes sociales. Luego, todo se diluye. Vienen las investigaciones, las comisiones, los comunicados. Pero rara vez hay consecuencias reales para los responsables. El aparato de impunidad funciona tan eficientemente como el de corrupción.
El caso de la UNGRD es particularmente doloroso, como todos los casos en donde se pierde el dinero de todos. Pues estamos hablando de recursos destinados a atender desastres naturales, a comunidades vulnerables que lo han perdido todo. Robarse el dinero de los más pobres en sus peores momentos no solo es criminal, es profundamente inhumano. ¿Cuántas ayudas no llegaron a tiempo por la burocracia comprada? ¿Cuántas vidas se pusieron en riesgo mientras se negociaban sobornos?
Lo más grave es que este patrón es transversal: no importa el color político del gobierno de turno. El petrismo prometió combatir la corrupción y terminó arropado con ella. El trillado discurso del cambio se volvió una herramienta de campaña, vacía y funcional, que sirve para llegar al poder, no para ejercerlo con ética. Se dieron las capturas de los expresidentes de senado y cámara, los ex funcionarios de gestión del riesgo ya preacordaron con la fiscalía, pero, ¿qué pasa con los que dieron la orden de darle esos dineros a los congresistas a cambio de que se tramitaran los proyectos de ley presentados por el actual gobierno?
Los organismos de control, en teoría autónomos, se han convertido en fichas políticas. La Contraloría, la Procuraduría y la Fiscalía muchas veces parecen más interesadas en proteger intereses que en defender lo público. Las reformas estructurales que se necesitan —una justicia verdaderamente independiente, una regulación estricta de la contratación pública, un sistema electoral transparente— siguen siendo postergadas porque no convienen a quienes gobiernan desde las sombras.
Y mientras tanto, el ciudadano común ve cómo sus impuestos se esfuman y sus necesidades básicas no se resuelven. La corrupción no solo roba dinero: roba dignidad, esperanza, democracia.
Colombia no necesita más escándalos. Necesita memoria, acción colectiva y presión constante. La corrupción no caerá sola. Debemos dejar de verla como una anécdota y asumirla como el enemigo común que carcome nuestras posibilidades de país.