El peor momento del gobierno Petro
El gobierno de Gustavo Petro atraviesa su momento más crítico desde que llegó al poder. No se trata de una tormenta pasajera ni de una narrativa construida por la oposición, sino de una acumulación de hechos graves, inéditos y profundamente corrosivos que han erosionado la legitimidad política, la gobernabilidad y la confianza institucional. Hoy, más que nunca, el país asiste a un gobierno acorralado por sus propias contradicciones, sus errores y sus escándalos.
El golpe más devastador ha sido el caso de la UNGRD. Donde los exministros de Hacienda e Interior, Ricardo Bonilla y Luis Fernando Velasco, recibieron medida de aseguramiento intramural por el saqueo de recursos públicos destinados a atender emergencias nacionales, es algo sin precedentes en la historia reciente del país. No se trata de funcionarios menores ni de hechos aislados, sino del corazón político y financiero del gobierno. El presunto uso de dinero público para comprar votos en el Congreso no solo destruye el discurso anticorrupción que llevó a Petro al poder, sino que deja claro que este no era un problema heredado, sino una práctica enquistada en el seno profundo de su organización. Y lo más grave, todo indica que no serán los últimos en caer.
A esta crisis ética se suma el fracaso político de las grandes reformas. La reforma a la salud fue hundida en el Congreso, la tributaria no logró consolidarse y la llamada Ley de Financiamiento naufragó, dejando al gobierno sin caja y sin respaldo legislativo. La respuesta del Ejecutivo ha sido gobernar por decreto y recurrir a la declaratoria de Emergencia Económica, una figura excepcional que hoy se utiliza para tapar huecos fiscales producto de la improvisación. Este giro no solo deteriora la relación con el Congreso, sino que enciende alarmas sobre el respeto a la separación de poderes y el uso discrecional del Estado.
El frente de la seguridad es igual de preocupante. Colombia vive una escalada de violencia que no se veía desde hace más de 25 años. Ataques a batallones militares, paro armado del ELN, fortalecimiento de disidencias y expansión del control territorial del Clan del Golfo evidencian el fracaso de la llamada “Paz Total”. Mientras el gobierno congeló operaciones militares y apostó por diálogos sin resultados, los grupos armados se fortalecieron, aumentaron la extorsión y ampliaron su dominio sobre regiones enteras. Hoy el país no tiene paz, autoridad, ni control.
En el plano internacional, el aislamiento es evidente. La relación con Estados Unidos atraviesa su peor momento en décadas. El discurso confrontacional, las ambigüedades frente al narcotráfico y las cercanías ideológicas con regímenes cuestionados han generado una respuesta contundente de Washington. La cancelación de visas a miembros del círculo cercano del presidente y la posibilidad real de que varios funcionarios terminen en la Lista Clinton no es una amenaza retórica, es una señal de ruptura diplomática. Colombia, un aliado histórico, empieza a ser visto como un riesgo. Y en geopolítica, esa factura siempre llega en forma de sanciones, aranceles y reducción de cooperación.
El panorama económico tampoco ofrece alivio. La inversión pública y privada se encuentra en mínimos históricos, con sectores como la construcción y la vivienda prácticamente paralizados. La incertidumbre regulatoria, el discurso hostil hacia empresarios y gremios y la falta de una hoja de ruta clara han frenado la reactivación. Hoy la inversión ronda el 17% del PIB, muy por debajo de su promedio histórico, comprometiendo el crecimiento, el empleo y la sostenibilidad fiscal del país.
A esto se suman decisiones que han generado profundo malestar en las regiones, como la declaratoria de las Zonas APPA. Gobernadores, alcaldes y productores rurales han levantado la voz frente a medidas tomadas sin concertación, que amenazan la productividad del campo y la seguridad alimentaria. El discurso ambiental, legítimo en su propósito ideológico, se ha traducido en imposiciones técnicas mal diseñadas que desconocen las realidades territoriales y profundizan la desconfianza hacia el Gobierno Nacional.
El desgaste se agrava con los escándalos del círculo íntimo del presidente. El proceso judicial contra su hijo, Nicolás Petro, y los episodios protagonizados por Laura Sarabia no solo golpean la imagen presidencial, sino que refuerzan la percepción de un gobierno que prometió ser distinto y terminó atrapado en las mismas prácticas que juró combatir.
Todo esto ocurre en medio de un estilo de liderazgo como ya lo dije confrontacional, donde el presidente gobierna más desde X que desde las instituciones, atacando a la prensa, al Congreso, a la Fiscalía y a las Cortes. Lejos de unir al país, este lenguaje ha profundizado la polarización y debilitado la confianza en la democracia.
Hoy, el gobierno Petro no enfrenta una simple crisis de popularidad; enfrenta una crisis de credibilidad, gobernabilidad y rumbo. El proyecto que prometía transformar el país parece agotado antes de tiempo, atrapado entre la corrupción que negó, la violencia que no supo contener y la economía que no logró reactivar.
Este es, sin duda, el peor momento del gobierno Petro. Y la pregunta que queda no es si la imagen presidencial seguirá cayendo, sino cuánto daño institucional, económico y social dejará antes de que termine su mandato. Porque cuando un gobierno pierde el norte, no es solo el poder el que se desgasta, es el país entero el que paga el precio.