El inmenso privilegio de enseñar
La semana anterior cumplí tres años como profesor universitario. Tres años desde aquel día en que me paré frente a un salón de clases, y debo confesar que ha sido uno de los mayores privilegios que he tenido en la vida. Sería un mentiroso al decir que elegí ser maestro, pues hace tiempo estoy convencido de que uno no elige ese tipo de cosas, sino que es Dios quien nos ha marcado el camino incluso antes de que naciéramos. Hoy, que he vivido la experiencia, estoy absolutamente convencido de que jamás quiero dejar de enseñar.
Tengo claro que no quiero perderme esos momentos en los que decenas de jóvenes, e incluso algunos no tan jóvenes, esperan no solo aprender unos conocimientos y un temario en un salón de clases, sino ser escuchados y atendidos en los requerimientos más sencillos de la vida. Creo firmemente que el rol profesoral debe ir mucho más allá de la cotidianidad de los formatos, las calificaciones y el tablero, y que ello tiene que ver más con la forma en que esos conocimientos académicos pueden ser puestos en práctica en los múltiples contextos de la vida. Quien se dedique a la docencia no puede dejarse obnubilar por la superioridad que puedan otorgarle unos títulos académicos o el pequeño poder de decidir quién gana o pierde una asignatura. Un maestro, ante todo, debe ser un apasionado de su profesión y, como en cualquier oficio, debe ser un buen ser humano, capaz de entender que de sus actitudes dependen las motivaciones, los sueños y las ilusiones del otro en formación.
Enseñar debe suponer una interacción profunda entre el docente y el alumno en el proceso de enseñanza-aprendizaje, porque no solo el profesor es quien inyecta el conocimiento como si se tratara de un proceso mecánico, sino que se trata de la convergencia de saberes y experiencias entre semejantes. Durante estos tres años en los que he podido orientar, en promedio, a más de 300 estudiantes, he aprendido de cada uno de ellos, desde lo más mínimo hasta lo más valioso, y es eso justamente lo que hace aún mucho más válido que se le llame privilegio al rol de ser maestro.
No solo se educa en el aula de clase. Se enseña y se educa con el ejemplo en todos los aspectos de la vida. Se enseña en casa y en familia, como primer núcleo de la sociedad, pero también se enseña con la forma en que respondemos a las diferentes situaciones en las que nos vemos inmersos, incluso fuera del aula. No se podría hablar de ética en un salón de clases si, como persona, no se es ético, ni mucho menos de justicia cuando, por fuera de las aulas, hemos sido injustos; así como un padre o una madre no podría hablarles a sus hijos de la importancia de decir siempre la verdad cuando ellos mismos les han pedido decir “mentiritas blancas” para no quedar mal con algún cristiano.
Además de ser un privilegio, enseñar es un reto enorme para el que hay que prepararse todos los días, y yo, hoy y siempre, quiero seguir asumiendo ese reto, pues todavía necesito aprender mucho de mis estudiantes.