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¿Vehemencia o grosería?

Lo que pasó en Ortega, con insultos de corte machista y gestos de intimidación, nos obliga a hacernos una pregunta más profunda: ¿En qué momento confundimos la vehemencia con la grosería, la crítica con la agresión, la oposición con la descalificación?
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José Monroy
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Ecos del Combeima
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23 Nov 2025 - 8:10 COT por José Adrián Monroy

La polémica desatada por las expresiones del presidente del Concejo de Ortega contra la Gobernadora del Tolima no es una simple “salida en falso”. Es un síntoma. Un reflejo claro y preocupante de la degradación progresiva que vive hoy la interlocución política en Colombia. Lo que antes era un espacio de discusión pública, argumentada y seria, está siendo reemplazado por la teatralidad del ataque, la frase hiriente y la falta absoluta de controlar los impulsos.

Cuando un concejal, en plena sesión oficial, se expresa de una mandataria regional con términos propios de burla y violencia simbólica, no está improvisando una rabieta, está legitimando un estilo de hacer política que parece ganar terreno. Un estilo que no busca convencer, sino herir; no pretende aportar, sino humillar; no construye escenarios de solución, sino peleas de calle llevadas a espacios institucionales. Lo más alarmante de este fenómeno es que empieza a ser visto como “normal”, incluso, es aplaudido por quienes creen que este tipo de acciones son de personas “valientes”, “verracas” o de carácter.

Lo que pasó en Ortega, con insultos de corte machista y gestos de intimidación, nos obliga a hacernos una pregunta más profunda: ¿En qué momento confundimos la vehemencia con la grosería, la crítica con la agresión, la oposición con la descalificación?

La política colombiana ha ido cediendo, poco a poco, ante una lógica perversa: quien grita más, gana; quien más insulta, más visibilidad tiene; mientras más destructivo sea un discurso, más rápido conquista el aplauso fácil. Las redes sociales, convertidas en severos tribunales del caos emocional, han amplificado este fenómeno. Ya no importa la argumentación técnica, el contexto jurídico o el rigor de los datos; importa el video viral, la frase convertida en ataque o todo lo que genere controversia.

Una democracia sólida no se construye con silencios complacientes, pero tampoco con gritos destemplados. Se construye con un debate firme, sí, pero respetuoso; con contradicción, sí, pero argumentada; con diferencias profundas, sí, pero tramitadas sin traspasar la dignidad del otro. El respeto no es un gesto de debilidad: es una condición mínima para que exista una conversación pública.

El presidente del Concejo de Ortega ofreció disculpas. Está bien. Es un comienzo. Pero la reflexión debe ir más allá. Este episodio nos obliga a preguntarnos si queremos seguir normalizando la grosería como discurso político, o si estamos dispuestos a exigir como ciudadanía y como instituciones que el debate vuelva al nivel donde debe estar, en el de las ideas y no en el de las ofensas.

Por favor no olvidemos que la política que insulta no construye, la política que humilla no persuade y que nuestro país merece un ejercicio político a la altura de las necesidades y los sueños de las personas, no a la altura de sus rabias.