Lo que no se muestra, no se vende

Hace muchos años, un expresidente de los Estados Unidos dijo una frase que hoy parece escrita para estos tiempos: “El cambio es la ley de la vida, y aquellos que solo miran al pasado o no analizan el presente, de seguro perderán el futuro.” John F. Kennedy no conoció el internet ni las redes sociales, pero entendió algo que sigue siendo verdad: el mundo no espera a nadie.
Hoy, la conectividad, la tecnología y la inmediatez nos empujan a un ritmo vertiginoso, donde todo cambia, todo se comparte y todo se olvida rápido. Vivimos entre lo real y lo digital, entre lo auténtico y lo aparente. Y en medio de ese torbellino, el campo también debe aprender a mostrarse. si quiere sobrevivir.
Antes, vender era sencillo —aunque no fácil—: bastaba con un maletín, recorrer los pueblos, visitar tiendas y ofrecer el producto cara a cara. Era una venta de mirada y apretón de mano, y la seguridad del vendedor era la mejor estrategia comercial. Pero los tiempos cambiaron. Hoy el juego es otro. Las redes sociales transformaron la manera en que vendemos, nos conectamos y hasta cómo nos reconocemos como comunidad.
En veredas donde antes solo se oía el canto de los pájaros, ahora también suena el timbre del celular. Y entre millones de mensajes, anuncios y pantallas, las personas del campo intentan —como todos nosotros— hacerse ver, contar su historia, no quedarse atrás, y conectar con ese mundo caótico y acelerado en el que vivimos. Y ahí viene la pregunta del millón: ¿cómo carajos transformamos el campo en una vitrina mundial?
Porque cuando hablamos de mercadeo agropecuario, no estamos hablando de un lujo, sino de una necesidad. El mejor café del mundo puede estar en Planadas, pero si nadie lo muestra, seguirá vendiéndose como un café corriente. La panela más dulce y limpia puede salir de Fresno, pero si no se cuenta su historia, terminará compitiendo contra un sobrecito genérico del supermercado, solo porque tiene un logo bonito.
Hoy más que nunca, la gente no busca productos industriales, sino conexiones auténticas y reales. Y eso, justamente, es lo que el campo sabe hacer mejor. Por eso, necesitamos comunicar, inspirar y conectar. Y ahora el reto es pasar, del anonimato a la vitrina. Mostrar nuestras fincas, nuestras familias, nuestros procesos. y hacerlo con orgullo. No se trata solo de una foto del productor con su cosecha o de un video mostrando cómo se cultiva un aguacate o se tuesta un café. Se trata de lograr que alguien en Bogotá, Nueva York o Tokio se emocione con nuestra historia. Porque en este mundo digital, el que no cuenta su historia. termina siendo parte del cuento de otro.
Muy pocos alcanzan a imaginar la mirada de orgullo de un productor cuando ve su café empacado con su nombre. O la emoción de una familia cuando turistas llegan a su finca porque la vieron en redes. Muchos dirán que eso es vanidad. Yo digo que es dignidad: sentir que lo que hacemos en el campo importa y se reconoce.
Por eso celebro a esos empresarios rurales que, muchas veces con herramientas empíricas, lograron abrir camino. Pero ha llegado el momento de ir más allá: de crear una verdadera sinergia entre las instituciones públicas, el sector educativo, la empresa privada y los expertos en mercadeo, para construir herramientas prácticas, simples y efectivas que permitan a nuestros campesinos contar su historia y conectar con los consumidores del mundo. Porque solo cuando el conocimiento técnico se junta con el saber del campo, la historia se convierte en marca, y el producto, en orgullo tolimense.
Así que sí: lo que no se muestra, no se vende. Y en el caso del campo tolimense, lo que no se cuenta. se pierde entre el silencio y el olvido.