
Aunque claramente no se trata de un tema que genere votos, la salud mental de los tolimenses debe convertirse en un asunto prioritario dentro de la agenda de los próximos gobernantes locales y regionales.
Si bien, los registros de prensa sobre casos de personas que intentan acabar con su vida nos remiten casi siempre al mal llamado puente de la vida en Ibagué, la problemática no se circunscribe exclusivamente a la ciudad capital.
El panorama en el plano departamental es tanto o más grave, con registros de tasas de suicidios tentados y consumados por cada cien mil habitantes que sobrepasan incluso a la capital del Tolima, como lo sugiere la propia estadística oficial.
El boletín epidemiológico más reciente emitido por la autoridad de salud, correspondiente a la semana número 32, da cuenta que en lo corrido del 2023 se han notificado 791 intentos de suicidio, con tendencia al aumento, siendo el género femenino donde se registra una mayor incidencia con 68 casos por cada cien mil mujeres.
Por edades, los datos aún se hacen más alarmantes, pues la afectación más grave se concentra en jóvenes entre los 15 y los 19 años, con 161.2 casos por cada 100 mil habitantes.
En el contexto departamental los reflectores y la política de salud mental deberían estar volcados hacia municipios como Palocabildo, donde la tasa de personas que han tenido la intención de poner fin a su existencia alcanza los 103 casos por cada cien mil habitantes, Herveo con 91.4; Lérida y Rovira con 85.5 y 85 casos por cada cien mil habitantes, respectivamente; Villahermosa, Melgar y Cajamarca con indicadores de 82, 81 y 77 casos por 100 mil habitantes, muy por encima de Ibagué que reporta 68.6 intentos de suicidio por cada cien mil habitantes.
De los 47 municipios del departamento, a la semana epidemiológica número 32 del año, los únicos que logran mantener el indicador en cero son Piedras y Roncesvalles, aspecto que permite entender la valoración total del Tolima que se ubica en 57.6 casos por cada 100 mil habitantes.
Se trata de un asunto de vida o muerte en el que el sistema de salud, objeto por estos días de tan singulares debates juega un papel fundamental, son 791 personas que requieren intervención permanente, acompañamiento de psicólogos y terapias, a quienes un descuido puede conducirlos a la reincidencia e incluso a la fatal concreción de su objetivo.
El sistema de vigilancia también advierte, que, por encima de los intentos de lanzamiento al vacío, como mecanismo para poner fin a la existencia y que resultan ser los que mayor impacto causan en la opinión pública, las intoxicaciones y el uso de armas cortopunzantes ocupan los primeros lugares de incidencia con 57.5% y 24.5% en su orden.
Si bien, la cobertura de los servicios de salud es urgente para atender a quienes han entrado a hacer parte de esta angustiante estadística, también es apremiante redoblar los esfuerzos en materia de prevención.
Ello demanda soluciones estructurales que pasan por incentivar desde los primeros años de vida la inteligencia emocional, la capacidad de resistencia al fracaso, la resiliencia ante la adversidad, al igual que oportunidades de empleo e ingresos para garantizar mínimos vitales.
Y es que los factores desencadenantes que generan conductas suicidas son en mayor porcentaje los problemas de pareja, las afugias de índole económico y los líos de carácter legal.
Claro que la infraestructura hospitalaria es importante, la ampliación de camas y unidades de salud mental, pero también lo es el despliegue y la ampliación de capacidades humanas para arrancarle vidas a la muerte.
En últimas no se trata solo de números que se deban ver tras la frialdad de un informe, sino que deben ser insumo para la toma de decisiones.